Un río de las congojas atraviesa Tucumán. El carnaval ya no es el mismo, casi que ha perdido su razón de ser. Implacable en su naturaleza, la correntada se llevó el futuro de una niña llamada Kiara Jazmín Caro, entonces todo es desconcierto e impotencia. Después vino el enojo y ahora lo imprescindible es que se haga justicia.

Es demasiado tarde para pedirle perdón a Kiara. Es inútil, también cínico. Debió haber empezado las clases el miércoles, pero en cambio hay una escuela que la llora. No, ya no hay margen para pedirle perdón a Kiara, pero sí es oportuno pensar en todas las Kiaras que necesitan ser atendidas. Tal vez más de un crimen pueda prevenirse.

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En este punto cabe subrayar un concepto repetido mil veces, pero que nunca termina de asimilarse: antes que objetos de tutela, los niños son sujetos de derechos. Derechos que están amparados por un marco jurídico (la Ley 26.061) orientado a garantizar que se cumplan.

Ejemplo: el trabajo infantil, al que muchos padres someten a sus hijos. En tal caso, el Estado no sólo está autorizado a actuar; tiene la obligación de hacerlo. “Es mi hijo y hago lo que quiero, con mi familia no se metan”, suelen argumentar los padres. Están equivocados: en la Argentina el trabajo infantil está prohibido y penado por la Ley 26.390.

Volviendo a la Ley 26.061, en su artículo 30, especifica que es un deber comunicar a las autoridades cualquier tipo de situación en la que se vulneren los derechos de los chicos. Y el artículo 31 indica que quien reciba la denuncia -por ejemplo un policía, o algún funcionario del área de educación, salud o desarrollo social- “se encuentra obligado a tramitarla en forma gratuita (...) bajo apercibimiento de considerarlo incurso en la figura de grave incumplimiento de los deberes del funcionario público”.

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No se puede mirar para el costado cuando la evidencia del maltrato infantil es tan contundente. Pero se da el caso de que los hijos del vecino viven a los gritos por los cintarazos que a diario les propinan en casa. “Los está educando”, es la reflexión equivalente a “no te metás” o a “cada familia es un mundo”. Extraña forma de educar esa de moler a palos sistemáticamente a chicos de 4 o 5 años.

Abandono

El abandono es otra forma evidente de maltrato. Chicos mal alimentados, librados a su (mala) suerte en la calle, sin contención alguna. Testigos permanentes de la desidia o de la violencia intrafamiliar. Privados de educación, de vestimenta; ni hablar de su inalienable derecho a disfrutar de la infancia jugando. También son casos que exigen atención y denuncia. A veces el abandono llega a extremos inconcebibles, como dejar a una niña de 7 años en medio del río, durante la noche.

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¿Quién dijo que esto es fácil? Vale la pena escuchar los testimonios de los asistentes sociales, batallón que pone el pecho en la primera línea de fuego. Saben de lo complejo de esos entramados familiares, de generaciones que van pasando ajenas al mundo de la educación y del trabajo y que, en consecuencia, no conciben la lógica de las leyes ni de la convivencia ciudadana. Y de los estragos que el alcohol nunca deja de provocar. Muchos intentan hacer presente a un Estado que por lo general está ausente. Hay gente que se ocupa, claro que sí, pero lo suyo se equipara a los cuidados paliativos que recibe un enfermo terminal. Se notan el voluntariado y la solidaridad, pero del verdadero remedio -una transformación que sólo las políticas públicas pueden brindar- estamos a años luz.

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Este punto es interesante. El 57% de los argentinos votó una propuesta que, sin eufemismos, hizo un llamado a terminar con el Estado. “Soy un topo que llegó para destruirlo”, sostuvo el Presidente de la Nación, para quien la justicia social es, cuanto menos, una aberración. Ese razonamiento justifica la paulatina desarticulación de numerosos programas de contención ambiental, educativa y sanitaria puestos en marcha por administraciones anteriores. Si más de la mitad de los argentinos está de acuerdo con esto, ¿por qué preocuparse por estos temas? Es un debate serio, que no merece chicanas políticas. Pero no se trata de convocar un simposio para discutir si lo correcto es decirle Día del Niño o Día de las Infancias, sino de sincerar posiciones respecto de qué hacer con la niñez expuesta al abandono.

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La marcha de los tiempos, los cambios en los hábitos y en los consumos culturales, las nuevas formas de relacionarnos; nada es aleatorio, hay un todo que pone las cosas en contexto. La escena transcurre un domingo al mediodía en un restaurante de Yerba Buena; hay dos chicos, tendrán entre 7 y 9 años, sentados a la mesa junto a sus padres. Uno tiene una tablet, el otro un celular. Así, enchufados, transcurren el almuerzo. En otra mesa la escena se reitera, en este caso con dos nenas mucho más chiquitas. Las dos pasan de pantalla en los celulares con esa formidable capacidad que traen los nativos digitales desde la cuna. Apenas mueven el índice y las escenas coloridas y ruidosas van cambiando. Son dos familias en las que no circula la palabra, ni siquiera durante el ritual de un almuerzo dominical. ¿Por qué sería diferente en casa? Que para muchos padres la tecnología les sacó de encima la obligación de hablar con sus hijos o de jugar con ellos no es una sensación, es una certeza. No deja de ser otra clase de abandono, que no estará penalizado por las leyes pero cuyas consecuencias aparecerán más temprano que tarde.

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“El mejor medio para hacer buenos a los niños es hacerlos felices”. (Oscar Wilde)

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Nada provoca más tristeza, nada se compara a lo injusto y desgarrador de la muerte de un chico. Hace unos años, Tucumán se convirtió en el far west cuando una muchedumbre salió a cazar al asesino de Abigail Riquel, una niña de 9 años que vivía en Villa Muñecas. Se trataba de un tal “Culón” Guaymás, al que encontraron, lincharon y mataron en medio de un descampado del barrio 240 Viviendas. La causa se archivó: las pericias genéticas comprobaron que Guaymás había sido el femicida, y en el caso del crimen que acabó con su vida, pues bien: fue Fuenteovejuna. El caso de Kiara es distinto, en sus formas y en el fondo, pero hay un hilo conductor llamado dolor. A fin de cuentas son historias que se repiten -los niños que se van para siempre-, pero nunca como farsa, siempre como tragedia.

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Es demasiado tarde para pedirle perdón a Kiara. Al río Lules, tan ligado al corazón de Tucumán, también debió habérsele estrujado el alma cuando comprobó que llevaba en sus entrañas el cuerpo inerte e inocente de una niña. Pero los ríos fluyen, nunca se detienen. Ahí dejó Kiara su último hálito; hálito que con el agua siguió viaje y en algún lugar, necesariamente, tendrá que descansar. Queda una tristeza infinita, pero también la convicción de que hay herramientas y mecanismos para denunciar el abandono infantil y detenerlo a tiempo. Entonces sí cabrá la posibilidad de pedir perdón.